He retocado y ampliado un relato que tenía a medias, que escribí a finales de año. ¿Una reflexión sobre la paternidad más allá de lo meramente biológico? Puede ser...
MI HIJO
Casi desde el principio, sospeché que Alberto no era hijo mío. Cuando su madre quedó embarazada habíamos pasado una mala racha. Una de esas rachas en las que sobrepasas los límites. En las que se dicen cosas que uno no piensa. En las que se pierde el respeto por el otro. En las que pasan días sin hablar y se termina haciendo cosas de las que te puedes arrepentir toda la vida. Yo lo hice, y con una chica que ni siquiera me gustaba. ¿Por qué no iba a hacerlo ella también?
Que se pareciera tantísimo a su madre, y tan poco a mí, aunque a la familia no le extrañase, me inquietaba. Pero a pesar de todo, cuando llegó Alberto lo quise como a un hijo, incluso con esas dudas. Me levanté por la noche cuando lloraba. Cambié sus pañales y le di el biberón… hasta hoy, que ha cumplido a principios de mes ocho años.
Estoy sentado en el salón. Bárbara ha salido de compras con su amiga, pija y snob como ella sola, Lorena. Alberto tiene que llegar de un momento a otro de jugar en casa del vecino, un niño de su misma edad, de padres bolivianos. Llama a la puerta, aunque no como siempre, lo noto apresurado. Llama de forma insistente. Al abrir, me quedo impactado. Sus manos y su cara están llenas de sangre. Mi primera reacción es cogerlo y, sin cerrar la puerta siquiera, meterlo en casa. Lo reviso, comprobando que no tiene heridas, mientras le pregunto, quizás en un tono demasiado alto, qué le ha pasado.
Él, como si se hubiera quedado mudo, está mirándome, como en éxtasis. No me responde. Casi no reacciona físicamente a los balanceos que le doy mientras reviso cada centímetro de su cuerpo, buscando explicaciones ante el estado en el que ha llegado. Pierdo los nervios y grito:
- ¡¡Qué demonios ha pasado, Alberto!!
Él solo abre los ojos, un poco más, como despertando de un sueño. Pero sigue sin hablar. Lo siento en el sofá y le advierto de que no se mueva de ahí. Cojo las llaves y me dirijo al piso del vecino. Ni siquiera recuerdo el nombre del niño. Mucho menos el de sus padres. Subo las escaleras hasta la quinta planta, saltando los escalones de dos en dos. Al llegar a la puerta, entreabierta, llamo con los nudillos, pero no espero ni un segundo. Entro, con el corazón acelerado. Pero más velocidad alcanza cuando veo el panorama que me encuentro en el salón de la casa. El pequeño, en un charco de sangre, con el cuello desgarrado. El padre, en el sofá, con cara de sorpresa, y el pecho empapado de rojo. La elección de una camiseta blanca lo hace casi… artístico. No sé porqué me asaltan este tipo de pensamientos. Veo la cabeza de la madre, asomando por el suelo del pasillo, con los ojos vueltos. Más sangre junto a su cuerpo cuando me asomo unos metros más.
Tras unos segundos paralizado, vuelvo igual de rápido a mi piso. Alberto sigue allí sentado, en el sofá, en la misma postura. Desisto de seguir preguntándole, parece tranquilo, aunque pienso que puede estar en shock.
- ¡Mírame! – le suplico – Por favor, reacciona cariño…
Me mira fijamente a los ojos, y de repente, su mirada se torna diferente, otra vez como la que traía al llegar a casa. Una mirada como de animal salvaje. Salvaje y furioso, como un felino acorralado. Emite una especie de gruñido, aterrador y extrañamente familiar para mí. Su boca se abre levemente, dejando ver entre sus labios unos dientes… no, unas fauces, más parecidas a las de un lobo, o un tigre que a una persona. Estoy aterrado. Pero no por mí, por él. ¿Qué será de mi hijo cuando se descubra lo que ha pasado?
Lo llevo al baño, le quito la ropa y lo meto en la bañera. Abro el grifo, regulando la temperatura, como otras tantas veces he hecho desde que llegó a mi vida. Mientras el nivel del agua sube, y se va tornando rojiza por la sangre pegada a su piel, suenan unos golpes en la puerta.
- ¡Abran, policía!
Lo que en un principio es un sobresalto, se vuelve en mi cabeza rabia y sudor frío. Mis músculos se tensan. Siguen golpeando la puerta. Habrán seguido los rastros de sangre. Me duelen las mandíbulas, me miro en el espejo del baño, y abro mi boca, casi como con una mueca de dolor, o una atroz sonrisa forzada. Mis colmillos… Definitivamente, mis dudas desaparecen. Alberto es mi hijo. Me siento aliviado. Aunque ahora no hay tiempo para regodearse. Hay ocho policías que van a pasar a mejor vida. Y un padre y un hijo que deben buscar una nueva.